Canto general

 

Amor América

Antes de la peluca y la casaca

fueron los ríos, ríos arteriales;

fueron las cordilleras, en cuya onda raída

el cóndor o la nieve parecían inmóviles;

fue la humedad y la espesura, el trueno

sin nombre todavía, las pampas planetarias.

El hombre tierra fue, vasija, párpado

del barro trémulo, forma de la arcilla;

fue cántaro caribe, piedra chibcha,

copa imperial o sílice araucana.

Tierno y sangriento fue, pero en la empuñadura

de su arma de cristal humedecida,

las iniciales de la tierra estaban 

escritas.

              Nadie pudo

recordarlas después: el viento

las olvidó, el idioma del agua

fue enterrado, las claves se perdieron

o se inundaron de silencio o sangre.

No se perdió la vida, hermanos pastorales.

Pero como una rosa salvaje

cayó una gota roja en la espesura,

y se apagó una lámpara de tierra.

Yo estoy aquí para contar la historia.

Desde la paz del búfalo

hasta las azotadas arenas

de la tierra final, en las espumas

acumuladas de la luz antártica,

y por las madrigueras despeñadas

´de la sombría paz venezolana,

te busqué, padre mío, 

joven guerrero de tiniebla y cobre,

o tú, planta nupcial, cabellera indomable,

madre caimán, metálica paloma.

 

Yo, incásico del légamo,

toqué la piedra y dife:

Quién

me espera Y apreté la mano

sobre un puñado de cristal vacío.

Pero anduve entre flores zapotecas,

y dulce era la luz como un venado,

y era la sombra como un párpado verde.

Tierra mía sin nombre, sin América,

estambre equinoccial, lanza de púrpura,

tu aroma me trepó por raíces

hasta la copa que bebía, hasta la más delgada

palabra aún no nacida de mi boca.

 

 

La frontera

 

Lo primero que vi fueron 

árboles, barrancas

decoradas con flore de salvaje hermosura,

húmedo territorio, bosques que se incendiaban,

y el invierno detrás del mundo, desbordado.

Mi infancia son zapatos mojados, troncos rotos

caídos en la selva, devorados por lianas

y escarabajos, dulces días sobre la avena,

y la barba dorada de mi padre saliendo

hacia la majestad de los ferrocarriles.

    Frente a mi casa el agua austral cavaba

    hondas derrotas, ciénagas de arcillas enlutadas,

    que en el verano eran atmósfera amarilla

    por donde las carretas crujían y lloraban,

    embarazadas con nueve meses de trigo.

    Rápido sol del Sur:

                                   rastrojos, humaredas

    en caminos de tierras escarlatas, riberas

    de ríos de redondo linaje, corrales y potreros

    en que reverberaba la miel del mediodía.

    El mundo polvoriento entraba grado a grado

    en los galpones, entre barricas y cordeles,

    a bodegas cargadas con el resumen rojo

    del avellano, todos los párpados del bosque.

Me pareció ascender en el tórrido traje

del verano, con las máquinas trilladoras,

por las cuestas, en la tierra barnizada de boldos,

erguida entre los robles, indeleble,

pegándose ne las ruedas como carne aplastada.

Mi infancia recorrió las estaciones: entre

los rieles, los castillos de madera reciente,

la casa sin ciudad, apenas protegida 

por reses y manzanos de perfume indecible,

fui yo, delgado niño cuya pálida forma

se impregnaba de bosques vacíos y bodegas.

 

 

La casa

 

Mi casa, las paredes cuya madera fresca, 

recién cortada, huele aún: destartalada 

casa de la frontera, que crujía

a cada paso, y silbaba con el viento de guerra

 del tiempo austral, haciéndose elemento

de tempestad, ave desconocida

bajo cuyas heladas plumas creció mi canto.

Vi sombras, rostros que como plantas

en torno a mis raíces crecieron, deudos

que cantaban tonadas a la sombra de un árbol

y disparaban entre los caballos mojados,

mujeres escondidas en la sombra

que dejaban las torres masculinas,

galopes que azotaban la luz,

                                              enrarecidas

noches de cólera, perros que ladraban.

Mi padre, con el alba oscura

de la tierra, hacia qué perdidos archipiélagos

en sus trenes que aullaban se deslizó?

Más tarde amé el olor del carbón en el humo,

los aceites, los ejes de precisión helada,

y el grave tren cruzando el invierno extendido

sobre la tierra,como una oruga orgullosa.

De pronto trepidaron las puertas.

                                                        Es mi padre.

Lo rodean los centuriones del camino:

ferroviarios envueltos en sus mantas mojadas,

el vapor y la lluvia con ellos revistieron

la casa, el comedor se llenó de relatos

enronquecidos, los vasos se vertieron,

y hasta mí, de los seres, como una separada

barrera, en que vivían los dolores,

llegaron las congojas, las ceñudas

cicatrices, los hombres sin dinero,

la garra mineral de la pobreza.